martes, 9 de noviembre de 2010

Tantra



Con el ánimo de alcanzar el equilibrio podría recurrir a colgarme en el cuello un llamador de ángeles, ajustarme en la muñeca la "power-balance", practicar yoga y reiki, o montar la casa según las recomendaciones del feng shui.

La obsesión por la paz interior me resulta sospechosa. No es que desconfíe de tanto supermercado de la perfecta relación como hay, ni de los orientalismos mal entendidos. Lo que me espanta es la calma, el peligro del adocenamiento, la trampa de la comodidad.

Por eso aquella tarde algo en mi interior tenía puesta la lucecilla de "peligro", y en las escaleras estuve a punto de sugerirle a mi amigo que lo dejáramos. "Trantra, masajes orientales". Sonaba a restaurante chino cutre, o a puticlub tailandés de medio pelo. Menos mal que no lo hice.

En realidad, tras los cinco primeros minutos de corte, con la chica tumbada sobre mí en el futón, se me vino a la mente aquello que seguro que dijo Alejandro cuando llegó a la India "niña... vengo a que me abras los chakras en canal".

La chica era de vicio. Me cubrió de aceites y, entre el humo del incienso, se dedicó a frotarme con sus dedos y con sus tetas. Los movimientos rítmicos, las caricias, el pulso de sus manos, los pezones en mi culo, me transportaron a un lugar donde no hay que meter la polla para gozar, sólo dejarse llevar.

No follamos -es una casa de masajes-, pero fue "la paja del siglo", y todavía la recuerdo como si hubiera sido ayer. Cuando salimos de allí -mi amigo tuvo una experiencia similar en la habitación de al lado- me temblaban las piernas y había alcanzado, estoy seguro, el equilibrio interior que publicitan los gurús.

El masaje no tiene por qué derivar en calma y quietud. Estoy convencido de que desear que nada nos perturbe es una forma atroz de renuncia. Lo zen es una lata pesadísima y deberíamos preguntarnos a quién beneficia esa sedación. Hay que estar siempre atento, en el amor y en la guerra, porque el mejor polvo todavía está ahí... esperandonos en algún sitio.